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La Edad de Hierro, que sigue a la de Piedra y a la de Bronce en la Prehistoria humana, se sitúa en torno al año 1000 a. C., aunque se sabe que en el año 3000 a. C. los egipcios usaban hachas de hierro y que los guerreros hititas de Asia Menor luchaban con espadas forjadas.
A pesar de ser el metal más abundante en la naturaleza, su difusión fue muy lenta, debido al hecho de que los primeros trabajadores del hierro desconocían la necesidad de reducir su contenido en carbono y que el hierro fundido obtenido en un primer y rudimentario horno de barro y lleno de impurezas, debía ser de nuevo calentado y forjado para obtener el mineral duro y maleable que conocemos ahora.
Estamos hablando del nacimiento del hierro forjado y de la figura del herrero, visto, con sorpresa, como un demiurgo, capaz de transformar la materia con ayuda del agua y el fuego.
La mitología griega primero, con Hefesto, y después la romana con Vulcano, consagraron definitivamente al herrero y a su actividad, confiriéndoles caracteres mágicos y poderes especiales, que, al menos en parte, conservaron durante mucho tiempo.
La habilidad para forjar el duro metal, cambiando sus propiedades físicas, colocaba al herrero al mismo nivel que el médico o el astrólogo y lo hacía formar parte de la categoría de hombres cuyo trabajo, importantísimo para la humanidad, necesitaba de una fuerza divina y un trato especial por parte de los dioses.
Así nació la figura del herrero, visto como un ser especial, un hombre fuerte y áspero, un poco brujo, protegido por los dioses, al que le estaba permitido disfrutar de abundante vino, bebida de dioses. No muy diferente, después de todo, de su protector Hefesto (Vulcano), marido de la bella Afrodita (Venus), dios del fuego y del centro de la Tierra, temido por el mismo Zeus (Júpiter), padre de los dioses.
Los antiguos romanos, más prácticos y menos soñadores que los griegos, racionalizaron la figura del herrero. Había nacido el “homo faber”, el hombre capaz de hacer cosas con sus manos, el artesano. Productor de armas, en un principio, y ahora dedicado a la fabricación de objetos domésticos (civiles) que demandaba una sociedad evolucionada y cosmopolita como la romana.
Las invasiones de los bárbaros, que acabaron con el Imperio Romano (quizá porque no todas sus puertas eran de hierro), aportaron una población que, aunque desconocedora del derecho, el latín, las calzadas y la arquitectura, demostró una extraordinaria maestría en la artesanía del hierro.
Nos tenemos que trasladar hasta cerca del año 1000 d. C. para que el hierro, trabajado por artesanos, se use como adorno en la construcción de iglesias y monasterios (catedral de Winchester en Inglaterra o Notre-Dame en París). A la sombra de los monasterios nacieron las escuelas y centros propagadores de la artesanía del hierro y en el complejo monástico se desarrolló la catedral gótica. La curvatura de las tracerías parecía obra de los monjes, y los herreros nómadas, que llevaban su arte y sus conocimientos por castillos y monasterios, enriquecían con sus técnicas cada nueva obra.
En la Edad Media la figura del herrero estaba todavía envuelta en un aura de misterio. Se encuentran documentos en varias ciudades que incluyen en sus leyes la prohibición de que el herrero ejercite la magia y el encantamiento y enseñe a sus aprendices ciertas artes satánicas, bajo pena de muerte.
La producción de hierro era aún escasa. Los hornos se situaban generalmente junto a las minas y eran simples plataformas de tierra refractaria (horno de fuego bajo) sobre los que se colocaba el hierro mezclado con carbón. En Cataluña, en el área de Barcelona, se inventó el horno catalán, un horno de tipo subterráneo formado por un agujero en el suelo en el que se derretía el hierro (horno catalán) y gracias al cual se podía transformar el mineral en lingotes. A finales del siglo XIII, en Alemania, se introdujeron los “Stuckofen”, hornos verticales que, gracias a la aplicación de la energía hidráulica y el martillo mecánico, conseguían grandes cantidades de hierro. Estos hornos supusieron una auténtica revolución.
Mientras en Europa perduraba el Gótico, en la Toscana italiana nacía y se desarrollaba una escuela nueva de artistas y pensadores que recibiría el nombre de Renacimiento (siglos XV–XVI). Uno de los descubrimientos de este periodo fue la perspectiva lineal, que imitaba la realidad y dio lugar al realismo pictórico. Los artistas se preocuparon de recuperar la Antigüedad clásica en todas sus ramas, incluida la escultura. Y como escultores, valoraron al herrero como un creador capaz de transformar el material con el mismo acierto con que el pintor convertía el lienzo en obra de arte.
El siglo XVIII es el siglo del Barroco, sinónimo de énfasis y teatralidad. En la artesanía del hierro forjado se emplearon sus excepcionales cualidades y los avances técnicos para obtener adornos cada vez más elaborados y fantasiosos.
En el siglo XVIII los diseños se volvieron más complejos: puertas y balcones con hojas formadas desde láminas y pintadas en azul y blanco para realzar su esplendor. Este periodo representa el culmen del hierro forjado y del herrero. Desplegaba su aura de mago, y quedó el convencimiento de que el herrero es un gran maestro cuyo arte admirable y cuyas habilidades deben respetarse.
En el Neoclásico (mediados del XVIII–mediados del XIX) comenzó un declive en el uso del hierro. La arquitectura, copia de la austeridad clásica con líneas rectas y simples, estaba en contra de la artesanía creadora. Por primera vez, el artesano seguía al proyectista, que no concedía nada a la fantasía creativa ni a la interpretación libre del herrero. El uso frecuente del hierro fundido contribuyó al declive de este arte, que parecía no podía recuperarse.
Sólo a finales del siglo XIX, con el movimiento Romántico, se vislumbró la posibilidad de volver al arte de la Edad Media, haciendo renacer la artesanía. En las fábricas de Boulanger, en Francia, el arquitecto Viollet-le-Duc reemprendió el trabajo del hierro forjado, devolviendo al herrero su dignidad y la vida a una técnica casi extinguida.
A finales del siglo XIX y principios del XX se desarrolló el llamado Art Nouveau o Floral (Liberty). El redescubrimiento de la naturaleza como elemento inspirador en arquitectura proporcionó nuevas posibilidades a los artesanos del hierro, que, ayudados por tecnologías como la máquina de vapor o la soldadura con oxígeno, construyeron puertas, balaustradas, escaleras y balcones adornados con flores, frutos, pájaros y peces. Con el “Movimiento Moderno” o “Racionalismo” (Le Corbusier, 1887–1965) la artesanía del hierro recuperó toda su dignidad.
En la actualidad, superada la estéril discusión sobre la legitimidad de las técnicas modernas (soldadura eléctrica, hornos eléctricos, prensas, martillo pilón…), asistimos a un renacimiento del hierro forjado como manifestación de progreso, riqueza y creatividad, capaz de satisfacer la demanda tanto del creador como del usuario.
Es posible que algo mágico haya en el hierro forjado que lo mantendrá cerca del hombre durante el milenio que hemos comenzado.
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